28 de octubre de 2009

CODA


No puedo olvidarme de contarles el final de la opera...

En el Acto III, el Profeta Moisés recupera la confianza en sus palabras para salvar a ese su pueblo que anda adorando al becerro de oro. Entonces descarga su venganza contra todos aquellos que lo han malinterpretado. Arón muere. El pueblo no puede salvarse, no hay tierra prometida. Moisés está destinado a vagar por el desierto en compañía de sus soldados-acólitos.

"En el desierto -les dice- seréis invencibles"

(No hay tierra prometida, no habrá otra edad de oro, ¿querriamos ser invencibles en el desierto?)

2 comentarios:

Ludovic Pautier dijo...

invencibles no se, pero mmas vencibles somos ahorra que se ha ido la bernarda, ayer miercoles a esa hora tan torera Y lorquiana de las 5 de la tarde, señor SYM.
la vi cantar en madrid con, claro, su hermana en los años 80. de las dos era ella con mas misterio negro de tierra prometida. fernanda poseia la voz para degarrar el telon del templo o romper el idolo de oro. extraño,pero hablando de shoenberg, pienso que le viniera bien un kaddish a esta gran señora.seria magnifico.
un saludo entristecido.

ludo

sol y moscas dijo...

NADIE MÁS FLAMENCO (Arcadi Espada)

Ha muerto la que metía la guía telefónica por bulerías, doña Bernarda de Utrera y de Pinini. Muerta en cuanto alcanzó los años que había vivido su hermana. Fernanda fue, oficialmente, la gran trágica del hermanato. Lo comprendo. Se dio a un cante grande y solemne, como las soleares, y sus manos levantadas buscando el aire eran una prueba sólida del dilema: o la música o la muerte. Por detrás siempre venía Bernarda, algo más menuda y desaliñada, procesando las raspas y metiéndolas en compás. Un reciclaje. Los cuplés, beatles y boleros por ella tratados salían convertidos en una de esas barritas de biomasa que se utilizan ahora para alimentar las calderas. Gran ecológica. Hay muchas historias de flamencos en Nueva York. Antropologías gamberras, como Carmen asando sardinas en los somieres del Waldorf. La más bella y contenida, sin embargo, es la carita de Bernarda asomada a la ventana de un rascacielos y preguntándose con voz absorta: «¿Por dónde caerá Utrera?»
Hace años pasé un verano buscando flamencos. Todos muertos. Mairena, Camarón, Terremoto, Joselero (ya había muerto el del Gastor) y las hermanas de Utrera. Empezaba a estar de moda la pureza. La discusión, por apoderarse de la denominación de origen del cante, era entre andalucistas y gitanistas. Yo iba con los buenos, porque al menos no cobraban subvenciones. Pero unos y otros compartían un error de principio ¡y de principios!: toda la evidencia flamenca apunta a la inexistencia de lo originario. No hay cerdo negro. El flamenco consiste, precisamente, en meter el aire que pase a compás. Lo que sople. Lo que le sople al hombre. El flamenco es un actitud de supervivencia. Está el hambre, desde luego, cuando estaba. Pero hoy, con los lujos, domina la supervivencia estética.
Así pues yo no conocí a nadie más flamenco que Bernarda. Ni el Mairena asistido de la célebre «razón incorpórea» de su letrista Ricardo Molina. Ni siquiera Fernanda, tan grandiosa que imponía un exceso de silencio al ambiente. Bernarda de Utrera y de Pinini era el ambiente sometido a la implacable horma de su genio. Por si fuese poco yo tenía y tengo una sospecha: que toda su vida de soltera y de hermanita, no exenta de drama y soledad y de trenes en marcha que partieron, nada singular, caso de mil vidas, la ahormó también en los 12 tiempos y así la zanjó. Su cante nada tuvo de humo de tugurio, de bohemia y artisteo, de impostación poética. Todo lo que iba pasándole en los tercios era tan natural y explicable como el niño que nace, abre los ojos y llora.

A su salud, sr. Ludo. De negro con usté.